lunes, 27 de octubre de 2008

Besando tus rodillas

Tú besando tus rodillas / Yo discreto pero sin rubor. S.R.

Habíamos detenido un instante nuestro paseo por el monte y yo me quedé cogiendo unas frambuesas junto al camino. Cuando levanté la vista te habías sentado en una peña y tu mirada se perdía en las montañas verdes del fondo del paisaje. Recogías las piernas entre tus brazos, tus muslos junto a tus pechos, y apoyabas el mentón sobre tus rodillas. Con el rostro hacia delante, tu mirada te llevaba tan lejos como lejos podía tu pensamiento llegar. Me recordabas mucho aquella pintura que me enseñaste un día, un cuadro que Picasso hizo de la última mujer a la que amó. Pero tú no tenías tus manos fuertemente entrelazadas, ni tu cuello era tan largo como para llamarte "esfinge moderna" ni mucho menos.

No quería interrumpir tu silencio y giré la vista hacia otro lado, distrayéndome en los matices del verde de los árboles conforme ascendían por la ladera.

Entonces tu imagen recogida, concentrada, me trajo a la memoria una visión de mí mismo frente a la chimenea de una casa de turismo rural, un fin de semana que pasamos con los amigos. Uno leía el periódico, otros estaban en la cocina preparando algo de comer y tú ibas sacando la ropa de la bolsa de viaje. El fuego por fin ardía con fuerza en el hogar y afuera el cielo encapotado comenzaba a escupir briznas de nieve. Yo estaba en el sofá pero me descalcé y subí los pies al asiento. Me abracé las piernas y apoyé los pómulos sobre las rodillas. Sentía el calor del fuego que llegaba hasta mi coronilla y mi nuca pero mis manos todavía estaban frías, como fuera de la casa. Por un momento me sentí niño con esa posición, y también me lo hizo sentir la familiar combinación entre ligero aislamiento y cercanía de mis amigos.

Y recordé mis clases de danza, cuando Ana, Lucía o quien dé la clase nos hace rodar por la tarima sintiendo en todo momento el mayor contacto posible con el suelo. Entonces el cuerpo se va abriendo y cerrando alternativamente. Primero con brazos y piernas estiradas, y luego encogiéndose completamente hasta llegar a la posición fetal. Aunque no es lo mismo. Frente al fuego, igual que la pintura de Picasso, me apoyaba sobre las trébedes de pies y culo. Pero en el vientre de nuestra madre debíamos de estar más bien de perfil. ¿O la densidad era tal que no cabría la noción de apoyo? Supongo que más bien flotábamos, y estaríamos algo ciegos supongo también.
Cuando volví la vista hacia la peña donde te habías sentado caminabas ya un poco más adelante. Espérame, te grité. Corrí un poco y te alcancé. ¿Qué pensabas?, te dije. Nada, tenía un poco de frío.


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